Amanece en París tras la fatídica noche. La
Torre Eiffel contempla una ciudad
sepultada en el silencio. Preside la urbe incrédula, aterrada y triste. Ningún turista
recorre su altura para contemplar sus vistas; hoy sufre el castigo de
mantenerse de pie, firme, cuando el deseo es derrumbarse.
El Sena intenta detener su rumbo. Quiere
cerrar sus ojos a la desolación, al eco de los tiroteos y de las bombas. Al
resquicio de los gritos, los llantos y las huidas. Al residuo de las sirenas,
al corazón acelerado y la respiración ahogada.
Hoy no se oyen rumores de niños en
Disneyland. Hoy la Mona Lisa no sonríe.
Las campanas de Notre Dame estremecen la catedral. Son la música del dolor, de la
impotencia y del miedo. De la pérdida y la ausencia. Música para una ciudad
caída ante el terror. Música para el luto de Francia y del Mundo.
Un impresionista observa una ciudad de duelo. En
su paleta aún hay colores de luz. Luz para pintar la calma y la solidaridad, la
compañía y el amor, la lucha y la superación. Luz para pintar un mundo en el que se pueda
vivir en paz.
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