Aquella mañana, Alicia se había despertado con la sensación de que, a pesar de que un dolor de cabeza le taladraba las sienes sin piedad, el mundo continuaba su andadura, ajeno y loco.
En su amplio piso de alquiler, alumbrado por
la luz ambiental, tenue en las primeras horas de la mañana, las pocas
pertenencias de que disponía lo convertían en espacio sin fin, que la hacía
sentirse perdida, a ella y a Niki, el siamés que la acompañaba desde hacía dos
años, que daba vueltas en las monótonas baldosas blancas sin ningún sitio por el que trepar. Estratégicamente colocados, los escasos muebles
intentaban dar orden y sentido a los huecos que como los de su vida, faltaban
por rellenar.
Hacía frío y sucumbió a la tentación de
correr las cortinas y, a falta de sofá, meterse de nuevo en la cama a explorar
el mundo a través de la pantalla de su teléfono móvil.
Facebook no tardó siquiera unos segundos
en devolverle las crónicas de vidas que no eran la suya. Marta sonreía
ampliamente en cada una de sus fotografías, sin dejar entrever sus
incertidumbres ni disgustos. Su amiga, presumía de una personalidad fuerte e
imbatible y junto a sus curvas retocadas a golpe de photoshop, se jactaba de la forma en que actuaba, siempre a la
altura de las circunstancias. Luis escribía a bocajarro y sin medias tintas,
ofendiendo e insultando a quienes no pensaban como él. Pero también
exaltaba a otros, adulándolos de forma abominable. Su prima vivía en un estado
de felicidad constante, orgullosa de haber culminado su cima y habiendo
decidido no bajarse de ella nunca más, lloviera o tronase en el mundo. Y Tomás,
rendía pleitesía a su amada como en la era de Romeo y Julieta, con promesas de
amor incondicional y eterna lealtad, tan cursis y tópicas, como increíbles.
A medida que deslizaba sus dedos por aquel
odioso aparato, aparecían ante sí historias, y más historias donde el estrés no
tenía cabida, ni el dolor, ni las dificultades económicas.